lunes, 27 de octubre de 2008

Un simple juego de espejos

En los espejos, la magnitud que uno adquiere acerca de uno mismo es relativamente perfecta. O al menos, eso es lo que dicen los que dicen ser expertos en el tema.
Relativa, porque la imagen que proyectamos se encuentra inevitablemente condicionada a nuestro deseo de vernos, apreciarnos, despreciarnos, de tal u otra manera. Los espejos responden a lo que dicten nuestros ánimos, y no tan solo a lo que la mismísima percepción escupe sobre nuestros ojos. Esto, lo afirman los que dicen saber que saben.

Perfecta, porque la dimensión que tomamos de nuestros cuerpos es la mayoría de las veces semejante a la que los que nos conocen pueden tener de nosotros, y como antes dijimos a lo que nosotros mismos creemos ver.
Rápidamente podemos deducir; existen espejos leales (leales a uno mismo), espejos que deforman la realidad impunemente, espejos que adrede hacen de uno criaturas geométricamente horrendas, tenebrosas, y en el peor de los casos, podemos pensar que existen creaciones tan enfermas como los espejos ciegos, de esos que no ven ni se dejan ver.
¿Que sería de uno sin imagen?, debe estar imaginando más de uno de los que deben estar leyendo.
Ahora bien, lo que no podríamos afirmar bajo ningún punto de vista es que la política, praxis acabada de la especificidad humana, sea parte de la perversidad que el alma y la imaginación provocan cuando hemos de reflejarnos en un cristal inerte. La política vive en la medida de que los mortales abramos los ojos.
La clave aparece entonces, tan simple como el hecho de juntar los parpados y dejar correr la sangre que transporta aire a nuestro cerebro.
Permitámonos dudar de esta falsa premisa.
Las arenas en las que nos encontramos al desarrollar algún tipo de compromiso político, con las convicciones, las ideologías, las identidades, las necesidades o los oportunismos de por medio, no contemplan bajo ningún tipo de vista, el deseo que como individuos podemos tener a la hora de proyectar la imagen propia hacia el conjunto de los que ofician de receptores y/o beneficiarios de nuestras acciones.

Esto es, un principio básico de quien comprende la política como a un laberinto en el cual al elegir un camino nos podemos encontrar con un paraíso terrenal y al elegir otro, paredes de lodo y las babas del diablo. Un laberinto de pasajes inciertos, del que no se sale pero en el cual se elige entrar, como antes dijimos, por la motivación que a cada uno le quepa.
Retardamos el impulso de afirmar sobre la marcha, pero igualmente nos nace este sentir:
La política no admite, para el que la desarrolla en pleno conocimiento de sus facultades al menos, la posibilidad de aislarnos de la sociedad, sus conflictos, su historia, y claro está de todo aquel con quien compartimos la puesta en escena de lo que pensamos. Esto implica que algunos nos vean absolutamente al revés de cómo nosotros mismos nos vemos (que nosotros mismos veamos a esos algunos de igual forma), que otros crean conocernos por vernos de mas lejos o de mas cerca, y que la realidad se nos imponga ante cada paso que demos, como condición inherente de todo accionar.
Retomamos la pregunta hecha con anterioridad por más de uno y buscamos una respuesta adecuada, la cual podemos formular de esta manera; la imagen en política es a diferencia de lo que representa en y para los espejos, absolutamente defectuosa. Es decir, no importa nada de lo que creamos ver en nosotros mismos, ni lo que los demás vean y/o proyecten de nuestra humanidad. En política, y sobre todo en estas épocas, los espejos son ciegos para quien aprenda a ver, y los laberintos, como siempre, insondables para quien conozca la salida.
Supongamos, para finalizar, que colocamos en todas las paredes de nuestro laberinto espejos de todo tipo y tamaño. Correría peligro nuestra integridad psíquica, y por ende también la física. Nuestra imagen nos invadiría, constantemente, los demás nos verían pensando en ella, la verían, a ella, esa parte que uno esconde, esa parte que uno ostenta orgulloso, se reflejarían en ella, y ella en ellas, jugarían, se proyectarían, y en algún momento, se enceguecerían.

En política, tarde o temprano, todos sabemos quienes somos.
Intentemos una vez mas responder la pregunta inicial como los malos pensadores precoces que solemos ser:
El asunto entonces no es cerrar los ojos, ni muchos menos destruir espejos (la imagen se reproduce en mil demonios idos en odio). La clave está en abrirlos hasta el dolor y en conseguir ver, hacia adelante, con la seguridad que nos da la eterna convicción de luchar por todo un pueblo, el laberinto y su complejidad.
Siempre estarán, en cambio, los que ciegos de poder (o por la falta del mismo), recorrerán a tientas los caminos, en silencio, con el designio marcado de los que prefieren usar galera y andar descalzos, y finalmente, un buen día, morirán solos, con el dolor a cuestas de no haber conocido jamás el color de lo que se siente al ver reír a un niño.

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